Santa Desgracia de la Felicidad

cuentos

( Rafael R. Valcárcel )

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Cuando viajé a Perú en el 2005, prolongué mi estadía dos semanas más de lo previsto. La guía turística que nos mostró el Monasterio de Santa Catalina soltó, aturdida por tanta pregunta, una incongruencia sobre una aspirante a monja que sedujo mi atención. Ante mi interés por ahondar al respecto, la muchacha, claramente avergonzada, se disculpó por su imprudencia, explicando que esa información no era fiable, que no se la habían enseñado en la escuela de turismo; la había escuchado en su niñez, de boca de su bisabuela. Al siguiente día, en lugar de solicitar un taxi para dirigirme al aeropuerto, le pedí al recepcionista del hotel que me indicase cómo llegar a Coporaque, pueblo natal de la difunta bisabuela. Tardé 4 horas en llegar al lugar y 5 días más en encontrar a uno de los pocos devotos que todavía le solía rezar a María Martínez Yacchi, la novicia que dejó la vida monacal alrededor de 1780 y que, pese a crucial renuncia, fue “canonizada” por algunos pobladores de la época con el nombre de Santa Desgracia de la Felicidad. 

La manera aparentemente anárquica en la que los indígenas profesaron la religión católica fue tan sólo el resultado de la integración, y no de la sustitución, de sus ancestrales prácticas y la nueva doctrina. De ese sincretismo han quedado varios ejemplos plasmados por los artistas locales de aquel entonces. Basta con ver los cuadros que actualmente adornan la catedral del Cusco, entre los que destaca La Última Cena, una peculiar perspectiva donde Cristo y sus discípulos degustan un cuy, roedor propio de los andes. También se pueden apreciar un par de representaciones de la Virgen con el cuerpo en forma de montaña, haciendo alusión a la Pachamama. Varios estudiosos del tema sostienen que dichas alteraciones fueron solicitadas expresamente por la iglesia colonial, para así facilitar la conversión de los aborígenes. Más allá de quién tuvo la iniciativa, lo cierto es que las creencias se mezclaron en el entendimiento popular y que, en privado y por lo general, le siguieron rezando a cualquier difunto, sobre todo a quienes atribuían la posibilidad de ayudarles a tener una mejor vida terrenal, y si de alguno creían haber recibido muestras de dicho don, lo elevaban a una categoría divina. Por ese motivo, los antiguos pobladores de Coporaque convirtieron a la mestiza María Martínez Yacchi en su santa.

5 décadas antes, María ingresó a la ciudadela religiosa de Santa Catalina con la intención de llegar a ser una monja de clausura. Normalmente, en lo concerniente a las costumbres de finales del siglo XVIII, se solía empezar a una temprana edad como aspirante y, después de varios años de adoctrinamiento, se atravesaba una etapa intermedia en la que se decidía a conciencia el optar por una perenne vida de reclusión y entrega a la oración. Sin embargo, tener vocación no era suficiente, quedarse dentro generaba costes que debían pagarse. El monto total ascendía a 100 monedas de oro o su equivalente en otros bienes, y aunque el precio era considerable lo valía, porque tener una hija tras esos muros otorgaba prestigio y aseguraba una vida eterna confortable.

A María Martínez le era innato pensar en el bienestar de los demás y disfrutaba profundamente las horas de plegarias, pero no podía evitar sentirse desdichada el resto del tiempo. Pasados 12 años, llegó el momento de sellar sus votos. Ella no deseaba permanecer en la rutina tras esos muros y le atormentaba pensar que así sería por siempre. Tampoco sabía con exactitud qué quería porque no conocía otras opciones. Y al no saber qué pedir, sólo rezó por ser feliz.

En esos días, su padre, de origen español, fue embaucado en una importante negociación mercantil, perdiendo todo el dinero que había amasado desde su juventud. Sin medios para afrontar los compromisos con el monasterio, se vio obligado a retirar a su hija de la orden, abandonando la ciudad de Arequipa para instalarse en Coporaque, donde aún contaban con una casa no muy grande que les sirvió de vivienda y medio para ganarse la vida. El padre encontró en el oficio de mesonero un placer sosegado y constante.

Su nuevo entorno la hizo feliz, pero no diferente. Su comportamiento siguió siendo el de una monja, razón demás para que los vecinos la viesen como un ser muy cercano a Dios, casi tanto como el cura. Por consiguiente, al presentárseles un problema que requería una intervención divina, también acudieron a María Martínez para que intercediese por ellos, pero muchos que hablaron con ella por primera vez no regresaron una segunda, al menos mientras vivía.

Los vecinos iban con las ideas claras, solicitándole intermediación para recuperar una alpaca perdida, cerrar un trato importante, conseguir un marido o cosas por el estilo. María, antes de rezar junto a ellos, les intentaba explicar que lo que deseaban quizá no era lo mejor, que pedir bienes concretos era ingenuo; lo más inteligente era pedir felicidad, porque lo que uno buscaba al tener algo material era en el fondo eso, felicidad. Las pocas personas que se dejaron convencer oraron… y al cabo de una semana o dos se arrepintieron. A la desilusión de no conseguir lo deseado se le sumaba una desgracia. Quien había perdido una alpaca extraviaba 10 más, quien intentaba cerrar el trato se enteraba de que el interesado había firmado con su competidor, quien ansiaba que su novio le pidiese matrimonio lo descubría con otra, y la lista seguía. Desconsolados, el Dios al que asociaban a María lo convirtieron en diablo y estuvieron a punto de apedrearla. Afortunadamente, los desenlaces no tardaron en revertir las creencias. Al de la alpaca le informaron que su ganado se había salvado gracias a que todas las infectadas habían decidido ir a morir lejos. El comerciante, además de librarse de ser timado, se asoció con un caballero entrañable. La mujer engañada conoció a un hombre fiel que la cuidó como nunca nadie lo había hecho. 

Como resultado, sucedió algo inesperado, no carente de lógica. Los pobladores de Coporaque no acudieron masivamente a ver a María Martínez Yacchi. Fue gradual, lento, ligeramente enfatizado tras su muerte y posterior “canonización”. Ellos querían gozar de la buena ventura, por supuesto, pero temían que en esa desconocida dicha venidera no hubiese cabida para la persona que amaban o para aquello que tanto anhelaban. Sin embargo, otros confiaron fervientemente en ella, hallando en la desgracia un momento de meditación mientras aguardaban la felicidad.
 por Rafael R. Valcárcel
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