La vanidad de los secretos

cuentos

( Rafael R. Valcárcel )

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“Antes del 87, esa pregunta me habría sido casi imposible de contestar, pero ahora puedo decirle, sin lugar a duda, que el caso más extravagante que hemos atendido es el de Robert Spinoz. Recuerdo perfectamente su nombre, en especial su indignación. Quería enjuiciar a G. World Records por no otorgarle el título de ser la persona que conocía más secretos”. Esta respuesta fue transcrita de la entrevista que la CNN realizó al presidente —en ese entonces— de Stone & Galton Company, el bufete de abogados afamado por ganar la mayoría de las demandas más insólitas, aunque eso, irónicamente, nunca llegase a constar en el Libro Guinness de los récords.

Si bien esa entrevista no tuvo ninguna repercusión mediática, los telespectadores de Bluewhisper (pueblito cercano a Santa Clara en el estado de California) se quedaron eternamente estupefactos. ¿Cómo iban a sospechar que a aquel niño inescrutable le diese algún día por revelar los pecados de todos ellos?

A mediados de la década de los cuarenta, durante la infancia de Robert Spinoz, se produjo un paréntesis eclesiástico en Bluewhisper. Por razones de papeleo, algo común en cualquier institución de peso, el remplazo del párroco Joseph Delmann tardó dos años y siete meses. En ese lapso, los pobladores comenzaron a agobiarse con la acumulación de sus culpas. Al mismo tiempo, los más cercanos a Robert notaron en él la cualidad de la prudencia en su grado más extremo, reforzada por la vanidad de poseerla. Era el confidente perfecto. Por tanto, uno a uno, fueron animándose a aligerar sus conciencias, acordando con el pequeño un pacto secreto.

Una vez llegado el reemplazo, las cosas no cambiaron. Los feligreses del poblado prefirieron ahorrarse los sermones y las penitencias… el niño no los hacía sentir culpables. No obstante, acudían a la iglesia con tal ánimo que el párroco no podía evitar mostrar un júbilo creciente en cada nueva ceremonia. Incluso se dice —no está confirmado— que él también recurría a Robert para contarle sus secretos.

El 20 de agosto de 1971, Spinoz se marchó de Bluewhisper, dejando atrás un profundo bienestar colectivo. La distancia, sin alcanzar la eficacia de la muerte, les dio la plena tranquilidad de conservar sus pecados ocultos. ¡Es cierto que confiaban a ciegas en la vanidad de Robert! Pero es igual de cierto que hasta los defectos humanos no son perfectos.

En los siguientes 16 años, se dedicó a comprobar si existía otro ser en el mundo que poseyera más secretos que él, no sin dejar de incrementar el número de éstos allá donde fuese, aprovechando, para tal fin, sus diferentes entornos de trabajo. Ejercía de psicólogo juvenil. Entre sus estrafalarias investigaciones, cabe destacar las que realizó en la cárcel Victoria de Hong Kong, el Barrio Rojo de Ámsterdam y el Vaticano. En esta última, contabilizó las confesiones de los días de mayor demanda, después multiplicó la cifra más alta por el tiempo que un cura podría vivir ejerciendo. Y aunque sabía que era imposible recordar cada una de las confidencias, no aplicó resta alguna, para así tener la certeza absoluta de que ningún veterano del clero lo superaba. Robert siempre anotó los secretos que le conferían. La casa que había comprado en New York con el dinero de la herencia de sus padres, en 1971, sirvió para almacenar las cajas y cajas de cuadernos que atesoraba en el sótano, habilitado como caja fuerte. Antes de mudarse de país, hacía escala obligatoria en los Estados Unidos para guardar en su bóveda los nuevos secretos acumulados.

Desde temprana edad, Robert desarrolló una fobia crónica a la hipocresía, que supo reflejar en forma de virtuoso silencio. Descubrió que mantener la boca cerrada hacía que las personas se mostrasen más confiadas, libres de tapujos y, lo que es mejor aún, sin miedo a ser sinceros. No obstante, con el tiempo, se dejó fascinar por el reconocimiento hacia su virtud, del que llegó a ser conscientemente dependiente. Y una vez de vuelta en New York, con la seguridad de poseer la mayor cantidad de secretos, se acercó a la sede de los récords Guinness.

Se indignó por el absurdo requerimiento: “Háganos llegar sus cuadernos para poder leerlos y enumerarlos”. ¿¡Cómo!? Para él bastaba con decir 3.470.084 secretos. En el momento que los hubiese hecho públicos habrían perdido su valor o, suponiendo una discreción rigurosa, el respectivo lector se apropiaría de dicha cantidad y, sumados a los pocos que éste ya tuviese, se convertiría, por defecto, en el mayor poseedor de secretos, cosa realmente inaceptable porque le arrebataría en unas semanas el título que Robert había ganado durante cuatro décadas de meticulosa disciplina. ¡No, no estaba de acuerdo con semejante estupidez! Por tal motivo, viajó a la central de Londres para aclarar el incidente, donde obtuvo la misma contestación.

De regreso, buscó un abogado. A la semana siguiente, vía sello postal, presentó una demanda judicial. Los representantes de Guinness World Records, como ya lo había previsto el defensor del afectado, propusieron una reunión previa para evitar ir a los tribunales. Dicho asunto habría fomentado una oleada de reclamaciones por parte de quienes establecieron marcas igual de indemostrables, como por ejemplo: la que más personas amaba, el que más ilusión le ponía a las cosas, etcétera. Posteriormente, se introdujo una cláusula legal aclaratoria sobre la exclusión de este tipo de récords, y así evitarse tener que pagar por demandas tan ridículas como de la que estaban siendo objeto.

Retomando la negociación… la parte demandada se negaba a superar el millón de dólares en concepto de indemnización, mientras que los otros exigían varios más. El señor Spinoz pidió quedarse a solas con el director de Guinness. En menos de cuatro minutos, acordaron una cantidad. Al reincorporarse los abogados, el tema a tratar se centró en establecer los honorarios respectivos, con la dificultad de que el acuerdo había sido cerrado de palabra, sin papeles que ayudasen a determinar una comisión porcentual. El director se negó a revelar la suma pactada por intereses empresariales y Spinoz también calló, ya no por vanidad, sino para dejar constancia de que realmente merecía el título.
 por Rafael R. Valcárcel
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