“Tu sombra”, contestó la primera vez, la segunda, la tercera y a la cuarta comprendió que con esa respuesta volvería a quedarse solo.
Y “tus ojos” y “tu sonrisa” pertenecieron a las manos que le acercaron la tarta durante los siguientes once cumpleaños, al igual que hoy… Recordó con espontánea ternura la sombra de quien había sido su vecina veintisiete deseos antes.
Conversaban todos los días después del colegio, al que ella no asistió. Tampoco iba al río, ni a la acera de enfrente. Vivía en una cama. El sol del atardecer entraba por el oeste; y su sombra, proyectada en la pared opuesta, era el único rasgo humano de Ivonne que él alcanzó a ver. La distancia entre las ventanas laterales de sus habitaciones, abiertas a tres metros del césped, medía más de un salto y menos que alzar la voz.
En los silencios, aquellas entrelíneas de la luz, nacidas en la solidez de Ivonne, prolongaban el límite del sujeto y sus predicados. Los matices e irracionalidades que admiró de ella se expresaban sutilmente desde la pared.
Cuando el cuerpo de Ivonne enterró a quien amaba, él dejó de soplar las velas de las tartas de cumpleaños. Esperaba a que se apagasen solas, deseando en todo ese tiempo que, tras el juicio final, desapareciese la noche para que nuestras sombras viviesen eternamente.
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