¿El hogar le pertenece
a la memoria o al corazón?

cuentos

( Rafael R. Valcárcel )

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En la cima del campanario quedaba la cornisa más alta del pueblo, donde se encontraba doña Conchi Cáceres García, de pie, a 12 metros del suelo. Ridícula altura para un urbanita moderno, pero suficiente para quitarle la vida a cualquiera. Por eso, el párroco Vicente Gallo rezaba junto a todos sus feligreses para que se produjese un milagro… y para ellos así ocurrió. Conchi, al mirar hacia abajo y encontrarse con toda la muchedumbre, se distrajo, cerró los ojos por unos segundos, luego los abrió, miró otra vez a su alrededor y se quedó profundamente perpleja: no tenía ni la menor idea de por qué estaba parada ahí. Ese fue su primer síntoma de Alzheimer (en los sesenta no se tenía conciencia de esa enfermedad, y menos tratándose de una mujer que no superaba los 35 años de edad, y mucho menos aún si hablamos de un poblado olvidado de 87 habitantes).

Para evitar que doña Conchi volviera a atentar contra su vida, los habitantes de Entrevalles acordaron borrar todo lo que pudiese ayudarla a recordar la soledad que la llevó a subirse al campanario. Con tal propósito, enumeraron una lista de acciones inmediatas, centradas principalmente en confiscar una serie de objetos de su casa: las imágenes y la ropa de su hijo, los adornos que él tallaba, etc. Al mismo tiempo, y para remplazar las que habían sustraído, recolectaron todas las fotos donde ellos aparecían con doña Conchi en actitudes alegres, completando así los álbumes, adornando las paredes de los dormitorios, el comedor, el salón y, cómo no, la cocina.

Alentados por la efectividad de las primeras medidas, continuaron analizando nuevas propuestas. Aunque en un principio no prestaron atención a la idea de Julia Morán, poco a poco sintieron que era una solución acertada: nombraron a Conchi “La celadora de las felicidades” del pueblo. El cargo consistía en escuchar, transcribir y almacenar todos los momentos de felicidad que experimentara cada uno de los habitantes de Entrevalles. Pensaron que, de esa forma, la irían llenando de alegría hasta que ella misma, en consecuencia, comenzara a escribir sus propias experiencias de dicha. Y así comenzó a suceder.

El aprecio que los entrevallecinos tuvieron siempre por Conchi se debía tanto a su buen carácter como a sus extraordinarias dotes culinarias, que todos solían disfrutar en el aniversario del pueblo… día en el que la preocupación reapareció, con un sabor muy desagradable. Conchi Cáceres García había olvidado el sabor de las especias. Recordaba los nombres, sí, pero el sabor que evocaba era otro. La sal la relacionaba con el picor de la pimienta, el orégano con el dulzor del azúcar, etc.

A partir de ahí, a medida que ella iba olvidando una cosa tras otra, fueron surgiendo dudas. Creyeron que el mal de Conchi era un castigo que ella pagaba por el pecado de todos ellos. Por otro lado, el padre Vicente Gallo quiso decirle la verdad, pero los pobladores le suplicaron que no lo hiciera, recordándole que el suicidio era imperdonable para el alma y que, en cambio, una mentira piadosa se podía absolver.

Si bien su estado fue empeorando, mantuvieron la esperanza y el silencio. No obstante, el domingo 14 de abril de 1968, Vicente Gallo se quedó helado cuando se dio cuenta de que Conchi había olvidado el Padre nuestro. Si no rezaba, daba igual lo del suicidio, porque de todas formas su alma no tendría salvación. Así que, en ese mismo momento, cambió el sermón de turno por el del hijo pródigo, haciendo una referencia directa al hijo de Conchi que se marchó renegando del pueblo y jurando que nunca volvería.

Conchi recobró las fotos, la ropa, los adornos que su hijo tallaba, pero no sus recuerdos, quedando anulado por completo cualquier acontecimiento o detalle del pasado; incluso los vividos hace un instante. Sin embargo, aprendió a disfrutar de las emociones que iba sintiendo, del gran cariño que le transmitía la gente de Entrevalles y que en un continuo presente fueron su familia.
 por Rafael R. Valcárcel
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