Despedida en tiempos de paz

cuentos

( Rafael R. Valcárcel )

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El 2 de agosto de 1939, el cementerio de la Almudena, antes llamado cementerio del Este, presenció el entierro más sentido de toda su historia. Carmela Campos no recibió ninguna corona de flores, pero sí tres mil setecientas veintiocho declaraciones de amor. Uno a uno, los jóvenes se arrodillaron junto a su cuerpo y, mientras balbuceaban palabras afectadas, transcribieron sus sentimientos sobre una gran sábana blanca, que colocaron en la base del ataúd para que ella durmiese amada por siempre. Hoy en día, a pesar del musgo, la corrosión y otros efectos del tiempo y la desidia, se puede leer el epitafio sin mucha dificultad: “Aquí descansa una mujer a quien la guerra dio miles de hijos”.

Antes de 1936, Carmela Campos seguía siendo una señorita de 43 años sin ninguna oportunidad para contraer matrimonio y tampoco para concebir un hijo. Además, debido a la mentalidad machista de la época, se vio impedida de ejercer un trabajo intelectual, cerrándosele la oportunidad de haber equilibrado en algo su insatisfacción personal. En privado, despotricaba contra la sociedad. Carmela poseía una memoria envidiable y lamentaba que no le sirviese para nada. Pudo haber sido una magnífica diplomática o una célebre científica o doctora, pero tuvo que conformarse con cuidar de sus padres y depender de la renta de ellos, compartiendo el mismo techo.

Las personas que la conocieron, antes y durante la guerra civil que atravesó España, se atrevieron a afirmar que los tres años que duró el conflicto fueron los más felices de la vida de Carmela.

Apenas se conocieron las noticias del golpe de estado, se ofreció de voluntaria en la Cruz Roja. Tenía la convicción de que colaborar con una institución neutral como ésa era la única forma de tomar partido por su patria. Sin embargo, al inicio, el saber que estaba atendiendo a hombres capaces de matar a sus propios vecinos, le indignaba. Es más, se avergonzaba por ello. No le apetecía ni hablarles. Sólo abría la boca para responder lo estrictamente necesario o para dar las indicaciones pertinentes.

Pasadas siete semanas —52 días para ser exactos—, Carmela no tuvo más remedio que tragarse su indignación. Una mañana atestada de heridos que morían antes de ser vistos por un doctor, identificó a un soldado que podía salvarse si lo mantenía consciente hasta que llegase su turno de ser operado. Así que le motivó a hablar, haciéndole una pregunta tras otra. A la octava, en lugar de responder, el muchacho comenzó a dictarle su testamento. Carmela dejó de sentir que estaba frente a un soldado, únicamente vio en él a otra víctima de la guerra.

Cuando despertó, a los dos días, el soldado no recordaba nada de lo ocurrido durante su agonía, salvo el rostro de la mujer que ahora le estaba cambiando el vendaje.
—Enfermera, ¿cómo estoy, voy a morir?
—No, Manuel. Todavía puedes conservar tu lupa, los recortes de periódico, los carteles de las obras de teatro y el poema inconcluso que ahora Sandra podrá escuchar de ti, completo. Ojalá que la guerra termine antes de diciembre para que puedas regresar a San Jacinto y pases tu cumpleaños junto a ella. Seguro que hace esa tarta que tanto te gusta, con nueces, almendras…
Manuel se quedó sorprendido y encantado a la vez. Se sintió reconfortado, como si estuviera en casa, junto a alguien que lo conocía desde siempre. Y quizá por eso, sin darse cuenta, sus ojos la contemplaron al igual que se mira a una madre, despertando en Carmela una sensación de bienestar desconocida para ella.

A partir de ahí, le nació conversar con cada uno de los pacientes que estaban a su cargo. Ellos, al sentirse escuchados y en consecuencia queridos, fueron contándole sus pesares e ilusiones, que Carmela recordaba hasta con los más insignificantes detalles y, principalmente, con una exquisita sensibilidad, desarrollando un lazo emocional profundo: los soldados la adoptaron como madre —sobrevalorada por la lejanía de la propia— y ella como a los hijos que nunca pudo criar. La sensación de bienestar se había transformado en una felicidad desmesurada, que terminó por desbordarla.

Los heridos venían y se iban, curados o muertos, pero el lazo se conservó durante la guerra. Mantenía correspondencia con los soldados reinsertados y con los familiares de los difuntos. Los amaba. Increíblemente a todos los amaba y, por naturalidad o por carencia, ellos también le demostraban su amor. Por desgracia para ella, el conflicto terminó.

Una vez en casa, las familias de los sobrevivientes reconstruyeron sus vínculos, haciendo lo posible para cerrar las heridas. Fue entonces cuando Carmela dejó de recibir cartas y se valió de la memoria para prolongar su felicidad, pero sucedió lo contrario. Recordaba cada palabra de esos muchachos, cada nombre, cada apellido, cada infancia, adolescencia, miedo, alegría… cada sueño. No podía dejar de recordar que los amaba.

Una mujer que acudió al cementerio dijo: “Si la ausencia de un hijo duele; la de miles, mata”. La señorita Carmela Campos falleció a causa de una depresión crónica a los cuatro meses de establecerse la paz.
 por Rafael R. Valcárcel
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