Arrodillada en su colchón, Delia corregía las tristezas de los rostros que había dibujado en la pared: un retrato familiar enmarcado —cada 20 de octubre— con la luz que atravesaba la ventana a las siete y trece de la mañana, hora a la que había entrado por primera vez a su celda en 1992.
Y siempre de imprevisto, con carboncillo en la mano o sin él, era revolcada por la esperanza. Sus pensamientos terminaban abrazando el fondo, urgidos de aire, muy lejos de la agradable espuma blanca “por la que me dejé atraer”, se decía Delia cuando recapacitaba. La reflexión duraba poco. Aunque en ese poco cabía desde la ilusión manipulada de su país por recuperar unas gotas de mar, hasta el visceral anhelo de su hija menor por que sus padres se divorciasen. Cerca del medio, tirando hacia el desatino de la primera, la propia: que su marido cambiase. Y esa esperanza la volvía a revolcar.
Una mañana nublada, su mirada no llegó al cielo. Se quedó en uno de los barrotes, en las palabras que otra reclusa había dejado grabadas: “Si hubiese justicia, aquí no habría esperanza”. Delia tardó lo que duró su condena en sumirse en las posibles interpretaciones. Mientras tanto, acabó el retrato, sin esperanza alguna que le restase un ápice de felicidad a ese inicio tan sencillo.
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