Biedsa

cuentos

( Rafael R. Valcárcel )

cuentos

Lo primero que llama la atención es el televisor. En su interior, a modo de librero, se aprecia una selección de novelas de aventura. Biedsa piensa que a cualquier cosa se le puede sacar alguna utilidad, empleando un poco de ingenio y algo más de voluntad. Las piezas internas de aquel aparato, junto con las de la radio, le sirven como fichas para los juegos de mesa que inventa. Desde la ventana del salón, los transeúntes son diminutos puntos impersonales y sus gritos, un susurro indescifrable. Biedsa vive muy lejos de las calles. La última vez que las pisó fue el 22 de febrero de 2003. A partir de entonces, no ha vuelto a escuchar una palabra de nadie. Está sola: ha conseguido realizarse antes de cumplir los treinta y cinco.

Para poder sufragar sus necesidades, trabaja por intermediación de un agente. Esporádicamente, le compran la idea de algún juego, aunque su fuente de ingresos principal proviene de los artículos que redacta sobre comportamientos psicológicos en grupo. Los escribe en japonés y los traduce al inglés bajo otro seudónimo. De esa manera, por un mismo artículo, recibe un doble ingreso, o triple, cuando requieren que adicionalmente lo traduzca al castellano, su lengua natal.

Biedsa me aguarda en la cocina, sentada frente a un tronco pulido que hace de mesa. Lleva puesta una máscara. De inmediato, me doy cuenta de que no la usa para ocultar su rostro, sino para no ver el mío. La máscara carece de ojos. En contrapartida, le deja la boca al descubierto para beber y para hablar, sin aguardar respuesta. Sin desear oír respuesta. Tuve que comprometerme a no decir ni una palabra para que accediera recibirme. Deberé escribir un máximo de ocho preguntas durante el desarrollo de la entrevista.

¿Por qué decidiste apartarte de la sociedad?
Nunca lo hice. Vivo en el medio de ella y vivo de ella. Lo que decidí fue evitar el contacto con las personas. La excepción de hoy sólo responde a que mi agente me lo pidió como un favor personal. Tres veces. Supongo que le habrás dado motivos para caerle en gracia, además de dedicarle tu libro.

Deja escapar una risa espontánea. Hermosa. Parece provenir de un cuadro. Imagino cómo habrá sonado antes y cómo fue quedándose en silencio, pero sin enmudecer. Irradia una alegría sincera, primaria, rebosante. Nadie que estuviese en mi lugar cometería el error de confundir esa expresión con una sonrisa. Su voz, que espero no se desvanezca, es relajante, suave y segura.

¿Las personas te producen algún tipo de malestar?
Te precipitas en tu apreciación. Muchas han dejado tantos recuerdos bellos en mí, que los propios, los individuales, viven prácticamente arrinconados. Por lo general, cualquier persona, de forma individual, es interesante y agradable. En tiempos moderados, eso sí, porque hasta la más encantadora del mundo puede ser insoportable si vive contigo cada segundo, en el mismo metro cuadrado, indefinidamente.

¿Por qué evitar el contacto, entonces?
Siempre he tenido pavor a la soledad. Al igual que varios colegas, me metí en la psicología para entenderme a mí misma y recomponerme. Mi meta no era ejercer como psicóloga, era superar mi miedo a la soledad en todas sus facetas. Hoy, me siento realizada.

Estar frente a mí con una máscara ciega, ¿no es un síntoma de fracaso?
La máscara es una excentricidad, no una necesidad. Podría verte y no me ocasionarías ninguna recaída. El no querer verte es algo práctico. Si lo hiciese te convertirías en todos los rostros, incluso serías el mío. No tengo espejos en casa, ni fotos, ni imágenes de personas. Hasta las portadas de los libros han sido forradas con papel antes de entrar a esta casa. Los rostros que conservo en mi mente, en el mejor de los casos, son inventados. Con los años, ha sido inevitable que los haya alterado gradualmente, quizá idealizándolos, quizá llevando a la exageración alguna característica resaltante de su fisonomía. En cambio, los que corrieron peor suerte, están borrosos. El mío es uno de ellos. Si te veo, es seguro que en mis sueños me pareceré a ti y, sin darme cuenta, lo haré despierta cuando piense en mí. No creo que me favorezca la barba. Me da la impresión de que la llevas.

Ríe. Es un placer que no dejo escapar. Olvido mi cuerpo y dentro de él mis manos. Se me ha caído el bolígrafo. Por inercia, inconscientemente, pido perdón. Lo he dicho en voz baja, pero audible. Biedsa no se inmuta. Me hace suponer que lleva tapones en los oídos.

Y las voces… ¿recuerdas la de alguien en particular?
No. Ni siquiera la de mi madre, que fue la última que escuché. También había olvidado la mía. La oí el día en que acepté que vinieras. Quería saber si no la había perdido. Desde ese lunes, en mi mente, hablo por todos. Sólo cambian los tonos, como si yo interpretase cada uno de los personajes que habitan en mi historia. Hace más de cinco años que me relaciono por cartas convencionales o digitalizadas. Las dejo en el salón para que mi agente las gestione. Además, se encarga de que no me falte de nada. Incluso supervisa a los del gas o el agua cuando hacen las revisiones anuales. Es mi ángel de carne y hueso, aunque ya no sé si es de carne y hueso. No recuerdo su cara ni su voz. Pero sin duda es real. Viene todos los martes a las 10, mientras yo leo en mi dormitorio, que está insonorizado. La casa también la acondicioné así.

Se pone de pie, cierra la ventana de la cocina y después, recorriendo el pasillo de memoria, la del salón. La calle ha desaparecido.

Cuando cierro las ventanas, suelo quitarme los tapones que llevo en los oídos. Pero ahora los conservaré, por si acaso. No sería raro que soltases una palabra sin querer.

Entiendo que mi rostro pueda apoderarse de todos los cuerpos. Sin embargo, mi voz ya no tiene la posibilidad de mezclarse con la tuya, y tus personajes ganarían en matices. ¿Por qué prefieres que no hable?
Ahora me da igual. Pero espero que cumplas tu promesa, por ti.

Cabría argumentar que en la reflexión se afinan las decisiones y se saca un provecho mayor en beneficio de las partes involucradas. No obstante, para qué.

Al callarme, mientras tú escribes la siguiente pregunta (la que tachas cuando agrego algo más), escucho mi corazón por unos segundos. Hay días que lo escucho durante horas. Me da paz. Me costaría renunciar a esta tranquilidad que se hace más profunda a medida que pasa el tiempo. Tras empezar mi búsqueda, descubrí una gran cantidad de sonidos que me hablaban de mí y sobre el ser un humano. Los primeros meses fueron bastante duros, pero el deseo de alcanzar mi objetivo me mantuvo firme. Los sonidos comenzaron a aparecer a medida que prescindía mentalmente del exterior, y yo dejé de sentirme sola. Recuerdo que la primera medida que tomé fue cortar todas las fuentes por donde podía introducirse el ruido.

¿Por eso lo del televisor?
No. De las palabras vacías me encargué mucho antes. Un día mi padre, mientras veía el noticiario, exclamó que ya no aguantaba más y despotricó contra sí mimo por haber sido tan idiota de comprarlo. Lo desenchufó y lo cogió para tirarlo a la basura. Le dije que me lo regalase, que alguna utilidad debía de tener.

¿No echas de menos a nadie?
A mis padres, que fallecieron un par de años antes de encerrarme en este piso. Ahora los siento muy cerca, desde que ya no tengo necesidad de buscar otro cuerpo para llenar un vacío. Supongo que tarde o temprano saldré de aquí y espero no hacerlo porque no tenga otra opción. Me gustaría redescubrir el mundo, pero será cuando haya saboreado bien la pureza de la soledad.

Escribo “gracias” y me levanto para marcharme. Biedsa me acompaña hasta la puerta. Giro hacia ella y me despido con una mirada que anhela traspasar la máscara. Tantea mi posición con una mano. Me abraza. Yo le correspondo. Cierro los ojos para estar más cerca de ella. Siento sus latidos en mi pecho. Esta noche dormiré especialmente solo.
 por Rafael R. Valcárcel
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